Quizás hemos oído hablar, en alguna ocasión, de las enfermedades cardiovasculares. Pero ¿Qué factores influyen negativamente? Entre aquellos que conllevan más riesgo en las enfermedades cardiovasculares se encuentra el estrés y la mala alimentación. Una asociación, sin duda, compleja. Y que, sin embargo, ha acabado proclamándose poco a poco como aspecto clave para la prevención de dicha patología. Indaguemos en estos factores de riesgo cardiovascular, a continuación.
¿Qué son las enfermedades cardiovasculares?
Antes que nada, las enfermedades cardiovasculares son un conjunto de trastornos del corazón y de los vasos sanguíneos. Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) constituyen la principal causa de defunción a nivel mundial y se predice que en el 2030, aproximadamente, 23,6 millones de personas morirán por alguna enfermedad cardiovascular. Veamos dos factores de riesgo cardiovascular claves:
El estrés como factor de riesgo
Uno de los aspectos que influye, en gran medida, en este tipo de enfermedades es el estrés, tanto agudo como crónico.
Los mecanismos neuronales del sistema simpático están vinculados a los sustratos psicológicos de las enfermedades cardiovasculares. Y, de este modo, también del estrés. Así pues, no solo es una respuesta sino también una consecuencia que favorece la aparición de otros muchos factores de riesgo.
En los últimos años, se ha constatado una gran evidencia empírica de la relación existente entre las enfermedades cardiovasculares y el estrés, como las cardiopatías, arritmias e hipertensión.
En cuanto a esto último, actualmente, se tiene constancia de la presencia de biomarcadores de estrés en pacientes que presentan hipertensión (Esler et al., 2008).
Además, existen numerosos estudios que han mostrado que el estrés mental agudo puede ser el causante de arritmias cardíacas e infartos de miocardio.
Un aspecto que podría constituir un riesgo para aquellos que presenten enfermedades cardiovasculares. O, en su defecto, sean susceptibles a estas (Esler et al., 2016).
Estrés y alimentación en enfermedades cardiovasculares
Aquellas personas que se encuentran expuestas a factores estresantes son también más vulnerables a hábitos de vida poco saludables.
Por consiguiente, esto podría dar paso a la hipertensión, aumento en la ingesta de alcohol, disminución de la actividad física, cambios en los hábitos del sueño, tabaquismo, obesidad y un aumento de ingesta de calorías.
Así pues, el resultado sería una dieta malsana que conformaría un riesgo en las enfermedades cardiovasculares (Giannoglou, 2015).
Veamos un ejemplo. Un estudio realizado en Reino Unido estimó que si la cantidad de ingesta de alimentos procesados se redujera a la mitad, se prevendrían aproximadamente 22.055 de muertes por enfermedades cardiovasculares en 2030 (Moreira et al., 2015).
Ligado a esto, países como Finlandia y Polonia han sustituido en la dieta las grasas saturadas por grasas poliinsaturadas. Consiguiendo reducir, de esta forma, la mortalidad de dichas enfermedades.
¿Cómo actúa el estrés en la activación simpática del organismo?
El estrés es una respuesta del ser humano ante una situación de riesgo. Por consiguiente, el organismo comienza a experimentar una serie de cambios fisiológicos que preparan al individuo para la acción.
Para ello, se activan una serie de mecanismos en el sistema nervioso. Concretamente, se produce una activación del sistema nervioso autónomo, endocrino e inmune.
A todo esto, se le suma la segregación de hormonas y neurotransmisores.
Entre ellos, la oxitocina, prolactina, encefalinas, glucagón, endorfinas, somatostatina, galanina, angiotensina II y neurotensina, entre otros (Gómez y Escobar, 2002).
La inclusión del estrés en la homeostasis del organismo se debe a Walter B. Cannon (1920) y Hans Selye (1936).
Un desequilibrio en el sistema nervioso (resultado de una secreción excesiva de neurotransmisores que se encuentran implicados en la activación simpática) como consecuencia afecta al organismo en su totalidad. Y, así mismo, contribuye a la patología cardiovascular.
Por tanto, esto puede desembocar en resultados adversos para el organismo. Tanto a nivel estructural como funcional (Bairey et al., 2015).
¿Y la activación simpática en las enfermedades cardiovasculares?
Durante las dos últimas décadas, se ha verificado la relación entre la respuesta simpática y los factores de riesgo de enfermedades cardiovasculares.
Si bien la activación simpática actúa como un factor compensatorio y relevante en las funciones hemodinámicas del organismo, una marcada activación a largo plazo supone efectos adversos. Y, además, la posible aparición de numerosas enfermedades cardiovasculares (Grassi et al., 2015).
Las situaciones estresantes producen cambios en el sistema simpático y parasimpático.
Un ejemplo de ello lo vemos en el eje hipotálamo-pituitario-adrenal, afectando tanto al corazón como a la vasculatura.
Y, esto daría paso a cambios neuroendocrinos que suponen, asimismo, un gasto cardíaco.
Por ello, estudios actuales tienen como objetivo principal la investigación de los circuitos corticales y subcorticales en dicha respuesta del sistema autónomo y cómo, a su vez, diferentes áreas cerebrales conforman una red implicada en la patología cardiovascular (Ginty et al. 2017).
Alimentación y enfermedades cardiovasculares
El estrés es un factor implicado en la alteración de la ingesta alimenticia. Como ya hemos mencionado, uno de los factores que contribuye a las enfermedades cardiovasculares es la obesidad. En auge cada vez más y afectando no solo a los adultos sino también a los adolescentes.
Además, en este trastorno de la conducta alimentaria, el estrés tiene un papel crucial. Tal es así que diversas investigaciones demuestran cómo este promueve la liberación de glucocorticoides, hormonas que favorecen la obesidad visceral. De este modo, en periodos continuados de estrés se produce un incremento de efectos gastrointestinales adversos.
De igual manera, la segregación de neurotransmisores puede verse alterada por los glucocorticoides. Lo cual influye en la respuesta ante los estresores y, por consiguiente, en la regulación de la ingesta alimenticia (Maniam y Morris, 2012).
¿Cuál podría ser una dieta sana?
Un ejemplo es la dieta hipocalórica, concretamente la dieta mediterránea. Kastorini et al. (2016) observaron que un aumento del 10% en MedDietScore suponía una reducción de padecer patología cardiovascular de un 15%.
Recientemente, se han obtenido resultados que indican que un cambio en la alimentación, que incluya alimentos bajos en azúcares o carnes y mariscos con bajo contenido graso, correlacionó positivamente con una mayor pérdida de peso (Sheikh y Raynor, 2016).
Por tanto, se han destacado los beneficios de la dieta mediterránea dada su cantidad de alimentos protectores como las frutas, pescado, legumbres, aceite de oliva, carne roja, productos lácteos, verduras y frutos secos.
De hecho, investigaciones recientes del estudio prospectivo Europeo sobre dieta, cáncer y salud (European Prospective Investigation into Cancer and Nutrition, EPIC, en inlgés) muestran que la dieta mediterránea disminuía un 27% el número de casos de enfermedades cardiovasculares (Clifton y Tapsell, 2013).
Conclusión
La obesidad y el sobrepeso, como trastornos de la conducta alimentaria, constituyen factores de riesgo en las enfermedades cardiovasculares.
Así pues, uno de los aspectos determinantes en las enfermedades cardiovasculares y los trastornos alimentarios es la respuesta del sistema nervioso simpático ante un estresor. Por lo que debemos saber que esto también influye en el organismo a nivel alimenticio.
Por otra parte, el estrés y los factores emocionales cumplen un papel importante en la alimentación y la regulación de la dieta. Lo que, a su vez, aumenta la probabilidad del desarrollo de patología cardiovascular.
De esta forma, es fundamental una dieta que prevenga tales factores, como es la dieta mediterránea. Y es que, gracias a este tipo de medidas no solo se modera el índice de masa corporal del individuo sino también la afectación de dicha patología.
Por ende, el consumo de alimentos saludables, junto con un estilo de vida sano (en el que se incluya ejercicio diario), mejora nuestras funciones metabólicas. Y, debido a esto, disminuye el impacto de los factores de riesgo cardiovascular.
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