La ansiedad es una emoción normal, pero se considerará patológica si alcanza una intensidad que hipoteca el funcionamiento del individuo. El trastorno de pánico es uno de los síndromes ansiosos más disruptivos y, sin embargo, paradójicamente invisibilizados en cuanto a sus necesidades clínicas profundas (y eso que una fuerte proporción de pacientes consulta a un médico de primera línea o de urgencia). El foco terapéutico ha girado en torno al control sintomático y la gestión de las crisis agudas, dejando en la penumbra aspectos menos tangibles, pero igual de invalidantes para quienes lo padecen. Veamos más allá de la superficie, desentrañando los vacíos que persisten en la atención a estos pacientes.

El síntoma que sobrevive al tratamiento

Uno de los hallazgos más relevantes es que, incluso tras intervenciones exitosas, muchos pacientes reportan síntomas residuales que minan su funcionalidad diaria. La literatura señala que dicha sintomatología silenciosa genera frustración tanto en pacientes como en terapeutas, y suele estar ligada a conductas evitativas y a la dependencia de mecanismos de seguridad que el paciente integra de manera crónica. En tal contexto, el desafío no es únicamente reducir la frecuencia de los ataques de pánico, sino acompañar al paciente en la resignificación del miedo residual que sobrevive a la crisis.

Autoestigmatización en pacientes con trastorno de pánico

Las necesidades de los pacientes con trastorno de pánico

Más allá del estigma social hacia los trastornos mentales, la autoestigmatización representa una carga específica en los pacientes con trastorno de pánico. Fenómeno que erosiona la autoestima e impide a muchos que busquen apoyo emocional o compartan su diagnóstico por temor a ser etiquetados como débiles o inestables.

Ahora, la autoestigmatización alimenta el círculo vicioso de la evitación: a mayor vergüenza interna, mayor retraimiento social y mayor refuerzo del aislamiento, agravando así la percepción de ineficacia personal (Corrigan y Rao, 2012).

El estigma del sistema

Con lo anterior, hay que tener en cuenta que el estigma no solo se perpetúa a nivel interpersonal. También se encuentra inscrito en los sistemas de salud, donde el trastorno de pánico es a veces subestimado en la asignación de recursos, derivaciones especializadas o cobertura terapéutica.

Consecuentemente, las personas, en ocasiones, se ven atrapadas en un sistema que no ofrece continuidad de cuidados, ni protocolos adaptados a la gravedad fluctuante de su sintomatología. Es por ello que, abogar por reformas en la atención primaria, crear protocolos de detección precoz y asegurar la disponibilidad de servicios psicosociales son medidas urgentes que emergen de estas lagunas institucionales.

El rol silente de la familia: Entre la protección y la inhibición

El entorno familiar, en lugar de ser solo un soporte emocional, suele convertirse en una pieza clave —aunque ambivalente— en el mantenimiento del cuadro clínico. Algunas familias adoptan posturas de sobreprotección que, aunque bienintencionadas, refuerzan las conductas evitativas. Otras, sin embargo, minimizan la severidad del trastorno, invalidando la vivencia emocional del afectado.

Por ejemplo, un padre que evita que su hijo salga solo por miedo a que sufra un ataque de pánico refuerza la evitación. En contraste, una pareja que resta importancia a los síntomas diciendo solo te pones nervioso, invalida la experiencia de ansiedad. Y, en esto último, es importante que el paciente sienta que sus síntomas son reconocidos como reales, que no son solamente el producto de su imaginación, incluso si su causa es psicológica.

Se evidencia así una necesidad no cubierta de psicoeducación familiar, donde los allegados comprendan tanto las dinámicas internas del trastorno y ataques de pánico, así como también las estrategias adecuadas para no obstaculizar la autonomía del paciente. Y es que, solo desde una mirada informada y empática es posible transformar al entorno en un agente facilitador del proceso terapéutico y no en un perpetuador involuntario del malestar (Kolek et al., 2021).

¿Qué es la coansiedad en el trastorno de pánico?

Más allá de estas dos dinámicas, existe un tercer aspecto menos evidente: la coansiedad. Es el estado en el que los familiares terminan desarrollando su propia ansiedad anticipatoria, temiendo las recaídas o los ataques de pánico. Muchas veces, este fenómeno los lleva a actuar desde la urgencia y no desde la calma, perpetuando así la percepción de amenaza constante.

Tratamientos que no dialogan con la vida real

Muchas personas reclaman tratamientos que no interfieran con su cotidianeidad, que sean ágiles, con mínimos efectos secundarios y ajustados a sus ritmos de vida. Sin embargo, los programas terapéuticos estándar suelen exigir un compromiso elevado en términos de tiempo y energía emocional, lo que se convierte en una barrera adicional para la adherencia al tratamiento. El reto es diseñar intervenciones flexibles, híbridas y adaptables a las realidades individuales de los pacientes, incorporando modalidades digitales o sesiones breves que favorezcan la accesibilidad y sostenibilidad de la terapia.

Por lo pronto, la terapia cognitivo conductual sigue siendo la psicoterapia más recomendada. Generalmente, se lleva a cabo en 12 a 18 sesiones. El tratamiento incluye la psicoeducación (desmitificación del pánico y sus consecuencias, modificación del discurso interior, frente al pánico, etc.), ejercicios para gestionar las sensaciones (exposición a los estímulos interoceptivos, entrenamiento diario, exposición a las sensaciones de pánico), estrategias complementarias (reeducación respiratoria, relajación y corrección de las cogniciones, apoyo positivo del entorno) (Foldes-Busque et al., 2007).

Sin olvidar la calidad de vida cuando hay un trastorno de pánico

Pues la evaluación de la calidad de vida en pacientes con trastorno de pánico es una dimensión frecuentemente ignorada en la clínica. No basta con la remisión de las crisis, es crucial valorar cómo el trastorno limita la integración social, la autonomía funcional y la autoimagen. De este modo, una buena intervención debería incluir una mirada holística que contemple la recuperación de la autoestima, el fomento de redes de apoyo y la reintegración plena a la vida comunitaria.

Conclusión

El desafío final no es solo reducir ataques de pánico, es desarticular las redes invisibles que mantienen la vulnerabilidad psicológica y social de quien lo sufre. Lo anterior, implica construir espacios terapéuticos que trabajen el autoconcepto, las dinámicas familiares y la inserción comunitaria, y no únicamente la reducción de síntomas agudos.

Y, para ello, hay que dejar de ver el trastorno como un fenómeno aislado. En vez de eso, debemos intentar comprenderlo como parte de una red compleja de relaciones, estigmas y carencias estructurales. Si te interesa profundizar en el diagnóstico y abordaje clínico de los ataques de pánico, te invitamos a nuestro curso sobre trastornos de pánico y estrategias de intervención.

Referencias bibliográficas

  • American Psychiatric Association. (2022)Diagnostic and statistical manual of mental disorders (5th ed., text rev.; DSM-5-TR). Arlington, VA: American Psychiatric Publishing.
  • Corrigan, P. W. y Rao, D. (2012). On the self-stigma of mental illness: stages, disclosure, and strategies for change. Canadian journal of psychiatry. Revue canadienne de psychiatrie57(8), 464-469. https://doi.org/10.1177/070674371205700804
  • Foldes-Busque, G., Marchand, A. y Landry, P. (2007). L’identification et traitement du trouble panique avec ou sans agoraphobie: Mise a jour [Early detection and treatment of panic disorder with or without agoraphobia: update]. Canadian family physician Medecin de famille canadien53(10), 1686-1693.
  • Kolek, E., Seidler, K. P. y Bernhard, S. (2021). “Don’t Tell Me I’m Hysterical: Unmet Needs of Patients with Panic Disorder.” Frontiers in Psychiatry, 12, 635421.
  • World Health Organization. (2019)International classification of diseases for mortality and morbidity statistics (11th Revision). Geneva: WHO.